
He arrancado el mes un poco a trompicones. Aún estoy intentando recuperarme del arranque del curso, que siempre tiene una parte pesadilla a la que me acostumbro como puedo y este año una parte prometedora, imprevisible, absolutamente nueva en mi familia: mi hija Marta ha empezado en la facultad. No sé si para mi padre supuso algún orgullo el tener un hijo universitario, igual ya le cogió algo mayor y con otros hijos que quizás le dieran otras “satisfacciones” o nietos. En fin, para mí aunque suene un poco a ñoñería, me causa una mezcla de agradables sensaciones e inquietud el que Marta enfoque su objetivo para conseguir ser maestra. Ya veremos cómo se va desenrollando este hilo de cometa y en qué corriente de aire acaba volando. Confío en que vaya bien. Ya lo diré, ya lo contaré.
Así he arrancado, pero este noviembre que nos está regalando por estos lares una segunda primavera está contribuyendo a ser un mes de transición agradable hacia el invierno y las pascuas que tanto me gustan. En este mes siempre se producen acontecimientos importantes que no siempre puedo o sé aprovechar pero que este año, seguramente porque tengo uno más, me he propuesto no dejar pasar.
Como he dicho al principio, hablaré de mi semana de noviembre. El martes 17, día de Santa Isabel de Hungría, nos encajamos el pibón y yo en el teatro Maestranza para flipar con la actuación de Cassandra Wilson y su banda (el jazz es otra de mis debilidades). Esta mujer es una persona muy particular a la hora de entender la música y no menos particular a la hora de interpretar. Me encanta el jazz porque lo único que sabes es como empieza, es como cuando empiezas un libro o como cuando escribes, nunca sabes cómo vas a acabar (como la caja de bombones de Forrest Gump). Grandísima la banda que acompañó a Cassandra Wilson, grandísimos los bajos de esta voz negra en la versión de “to say goodbye” (Pra Dizer Adeus de Elis Regina). Para el contraste del dulzor del concierto, después nos pasamos por el bar de Horacio en la c/Antonia Díaz, donde dimos cuenta de algún pinchito de langostinos con dátiles y otras esquisiteces regadas con un buen Rioja.
El miércoles, el pibón y yo nos lo habíamos pedido de vacaciones, así que niños en colegio y facul+mañana soleada en Sevilla=desayuno en Triana+paseo y visita a la exposición de pintura de la Casa de Alba en el Museo de Bellas Artes que desde aquí recomiendo a todos por su variedad y calidad. Ya sabemos que los señoritos de la casa de Alba, aparte de ser una fuente de ingresos cojonuda para toda la carroña de la prensa negra (por otros llamada rosa), se dedicaron durante toda su vida a gastar parte de su incalculable fortuna en arte y mecenazgos y aquí estamos nosotros para disfrutarlo. Con lo que más flipé: el cuadro de Marc Chagall por el azul (os he puesto una foto arriba) y el Zuloaga de la duquesa niña a caballo, por lo moderno y naif. Merece la pena, va a estar hasta después de Reyes.
La semana la hemos rematado con un “poquito” de senderismo con amigos y familia a Benaocaz desde el puerto del Boyar pasando por el salto del cabrero, en el parque natural de Grazalema. Prometo colgar alguna foto. Creo que no me he comido un bocata más a gusto en mucho tiempo como el del sábado pasado sentado al sol en una ladera de roca delante del barranco del salto del cabrero, observando el interminable planeo de los buitres negros.
El domingo tuve que ir por una garrafita de mosto de la bodega de Francisco salado de Umbrete para reponernos. Para sobornar a mis niños tuve que invitarlos a un montadito en la bodega de Gaviño de la Pañoleta. Les encanta que no tengan platos y que te sirvan las tapas en papel de estraza. Creo firmemente que esto debe formar parte del itinerario educativo de nuestros hijos. Seguro que a esto se apuntan más que a clases de educación para la ciudadanía cívico social y formación del espíritu nacional o la madre que los parió. Espero que este otoño presagie un buen invierno. A más ver hermanos.
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